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DAMIÁN FLORES LLANOS: ARQUITECTURA RACIONALISTA EN MADRID II

Inauguración: 30 de enero a las 20 h.
Del 30 de enero al 7 de marzo de 2009


Capitol, 2008, óleo/tabla, 100 cm. (diámetro)

Arquitectos: L.M. Feduchi y Vicente Eced, 1931
Gran Vía, 41

DAMIÁN FLORES. CONSTRUCTOR DE SILENCIOS, ENIGMAS Y RECUERDOS PINTADOS.

Pinta, desde hace años –casi desde que apareciera, como una revelación para iniciados, en 1992, con su exposición en la madrileña Galería El Caballo de Troya, titulada, como si de una profecía se tratase, El viaje de la pintura-, ciudades, edificios, paisajes urbanos y retratos antiguos y modernos, reales e imaginarios, como si todos fueran arquitecturas sin tiempo, también reales e imaginarias, es decir considerándolos a todos contemporáneos entre sí –retratos y arquitecturas-, aunque procedan y sean de diferentes épocas históricas o vengan de distintos rincones de la memoria y de la imaginación.

Y siempre, en todas sus obras, un halo de extrañamiento y de extravío complaciente le acompaña al hacerlas, como en un viajar sin rumbo, sin aguja de marear, lo que le permite, sin que lo parezca, ausentarse de la realidad que mira, contempla y representa, sorprendiéndose ante ella o ideándola, inventándola por medio de la pintura, pero sin dejarse seducir del todo, sino imponiéndole su manera de ver, atrapándola en un silencio que le es propio y que le sirve para poner en escena figuras y formas, ademanes y edificios, fragmentos y gestos, con la soledad como argumento cómplice de su pintura, tomando distancia, reconstruyendo lo real, transformándolo en capriccio o en confrontación misteriosa de argumentos plásticos y poéticos.

Lo fascinante es que esos argumentos los ha pintado también en forma de retratos (memorable, en este sentido, fue su exposición Homenajes y Retratos (Valencia, 2006), tratadas las obras como si fueran citas que pretendieran explicar el texto plástico de su pintura o, al menos, el origen de sus pasiones, sus referencias más queridas, de artistas a arquitectos, de amigos a poetas y escritores, de Borges a De Chirico, de Paul Morand, Pessoa, Cernuda o Azorín a Valle Inclán, Ramón Gómez de la Serna, Josep Pla, Valéry o Juan Rulfo, de Melnikov o Loos a Le Corbuiser, Alvaro Siza o Aldo Rossi, de Corot, Braque, Gris o Magritte a Hopper o Morandi y así hasta un infinito y selecto universo de figuras pintadas para que no nos perdamos en el silencio, en el vacío, de sus escenarios, como para ayudarnos y ayudarse a desvelar el pensamiento y las dudas que esconden sus silencios construidos como arquitecturas, sus colores, sus luces y espacios.

También hay ocasiones –y es un correlato fundamental de lo anterior-, como ocurriera con su exposición Quiero una casa, en la Galería Siboney de Santander (2004), en las que Damián Flores pinta sus propios proyectos arquitectónicos –maquetas de la vida poética y estética- como si estuvieran construidos realmente en espacios ciertos o en lugares imaginarios que parecen reales, es decir, inciertos. A muchas de esas arquitecturas –la casa que siempre nos falta, la deseada, la del deseo, la propia del canto de las sirenas que acompaña de antiguo a cualquier artista viajero como Damián Flores, de Homero a Massimo Cacciari, que ha escrito recientemente bellísimas páginas sobre ese fascinante espejismo de la casa ausente o eternamente por llegar- les dio nombres de arquitectos y artistas, como si fueran retratos arquitectónicos, convirtiendo sus referencias en algo propio que él mismo hubiera creado como proyectista: Maison Courbet (2003), Casa Libera (2003), Casa Áurea (2003), Dove abita Giorgio (2003), Maison Valéry (2003), Maison Boullée (2003), Maison Ledoux (2003), Maison Konstantin (2003), Maison Lequeu (2003) y muchas más. La casa, entendida como retrato de su dueño y, además, se trata de retratos imaginarios que pretenden, con formas arquitectónicas, representar los rasgos del retratado. Sin duda, fascinante.

Al contemplar la Casa Libera (2003), sobre un acantilado al lado del mar, no se puede evitar no recordar la casa que realmente construyera A. Libera para Curzio Malaparte, en Capri. Cuando el arquitecto racionalista italiano le preguntó al intelectual y comitente qué tipo de casa quería, Malaparte respondió con rotundidad: “voglio una casa come me”, es decir, un autorretrato, un retrato en forma de casa, de arquitectura. No es la casa pintada por Damián Flores la de Malaparte ni la de Libera, no se sabe bien si el acantilado corresponde a la isla de Capri, pero de ahí, de esos viajes reales e imaginarios por Italia procede esa casa, maqueta ideal de un retrato. Y lo mismo sucede con la que identifica como morada en la que habita Giorgio de Chirico (Dove abita Giorgio, 2003): es y no es su morada, sino su retrato arquitectónico, metafísico, tal como lo imagina nuestro pintor, tan cercano a la lección del maestro del enigma y del oráculo. Y así podríamos seguir con las casas de Boullée, de Ledoux, de Lequeu –los llamados, por E. Kaufmann, arquitectos revolucionarios del siglo XVIII-, hasta llegar, por ejemplo, a su propuesta ideal de Casa Áurea (2003), tan poderosamente vinculada a las arquitecturas pintadas por Massimo Scolari a finales de los setenta y comienzos de los ochenta del siglo XX, coincidiendo con el Teatro del Mundo -arquitectura incierta, que navega sobre el agua, para una ciudad incierta- de Aldo Rossi para la Bienal de Venecia de 1980 y que nuestro artista también ha pintado. De Scolari, la genealogía parece indudable en la casa áurea, como una complicidad en los planteamientos ya que el arquitecto italiano llegó a escribir que “el ojo sólo observa si la memoria lo acompaña sin ser vista”. Damián Flores ha estado siempre cerca de ese imaginario arquitectónico y proyectual: “un bello diseño -escribió también Scolari- es siempre silencioso”. Y siguió esta estela y la de Rossi y la de De Chirico y la de Libera hasta Galicia. Allí pintó a Giorgio en O Grove (2006) y las arquitecturas de César Portela, cómplice de Rossi, de Scolari y de tantos silencios y quietudes compartidos.

No es extraño, por tanto, que en otro retrato casi imposible y atemporal, Melnikov y Le Corbusier contemplen, en otra de sus pinturas (Melnikov y Le Corbsier en mi estudio, 2003), meditabundos y melancólicos, todas esas casas-retratos que nos faltan dispuestas sobre una mesa que es y no es la de la Memoria, en un inquietante instante en el que tiempo es a la vez anacrónico y ucrónico, como si todos los pintados –arquitectos y maquetas de retratos-casas- hubieran viajado del pasado al futuro y al revés, para reunirse en un lugar atemporal y en un espacio que es sólo el propio de la pintura.

También es cierto que, muchas veces, sus arquitecturas pintadas lo son en espacios ajenos a los que les pertenecen en realidad, ya se trate de ciudades o paisajes; que, otras, los escenarios reales sean depositarios de edificios o proyectos que no les son propios porque proceden de otros lugares o directamente de la imaginación y de la memoria, acompañados todos de un peculiar silencio que, como un metafórico umbral invisible, anuncia y da paso a la soledad y al vacío, al extrañamiento, al extravío. En otras ocasiones, todo es real, pero el encuadre o su representación fragmentaria describen enigmas y calmas que son como preludios de alguna tragedia, como ocurre en esta exposición de arquitecturas racionalistas madrileñas, algunas existentes y otras ya no, o están profundamente modificadas, siempre pintadas viajando del pasado a su pintura. Da igual, lo real y lo irreal son verosímiles en su pintura, como los deseos o la casa que nos falta.

Las luces sin horas y los colores dorados, aunque se trate pinturas nocturnas, representen el amanecer o el mediodía, acentúan el carácter atemporal de lo figurado, como si se tratase de un secuestro de la cronología o de la simple crónica. Y todos (arquitecturas, ciudades, paisajes, fragmentos, retratos, desnudos…, como le ocurrió en La Habana) acaban entendiéndose exclusiva e intencionadamente en el ámbito de la pintura, como si hubieran firmado un pacto para dotar de realidad, de objetividad y de precisión a algo que sólo sucede en el cuadro, en los sueños, mientras se viaja.

He escrito antes capriccio al hablar de sus obras y lo he hecho conscientemente en el sentido veneciano de tal género de vistas de ciudades y de arquitecturas propio del siglo XVIII. Es decir, la veduta, lo real de las arquitecturas y ciudades, convertidos en capricho azaroso e intelectual, cuyo significado último era y es patrimonio comprensible sólo para raros y poéticos iniciados. Recuerdos de viaje y placer de los sentidos para los menos avezados, para los aficionados, y enigma intelectual para los entendidos. Se trata de una doble percepción y significación de la pintura de paisajes urbanos, de arquitecturas pintadas, de ruinas y aguas, de plantas crecidas sobre arquitecturas desmoronadas por el tiempo, como memoria, que alcanzó su mayor significación precisamente mediante la representación de arquitecturas cotidianas, sin misterio aparente, cosas menudas (como tantas veces pintara en diminutos cuadros el británico T. Jones en la Italia de Piranesi), que escondían esa doble y fascinante cualidad, la de la convivencia aparentemente espontánea entre la precisión de la técnica que representaba lo real y que hacía verosímil lo que no era sino fantasía, imaginación o misterio.

Aquel primer viaje, que ya he recordado, de 1992, era como una partida hacia el enigma, como atender al oráculo de la pintura, como si un nuevo Ulises hubiera zarpado: vuelve, sí, pero no del todo. Penélope sigue esperando su regreso y Penélope somos todos según dice la pintura de Damián Flores. En este sentido, la memoria y la presencia de Giorgio de Chirico no eran ni son ajenas a su actitud como pintor y como artista. Es más, le hizo un retrato en su ausencia (1994), como son muchos de sus retratos y arquitecturas: sueños sin tiempo, ausentes. Incluso le proyectó, como sabemos, su casa: Dove abita Giorgio (2003). Alguna vez he tenido la oportunidad, desde un discreto hotel en Piazza di Spagna, en Roma, de contemplar intrigado la casa de De Chirico, como esperando verle, aunque fuera en forma de paseante de escayola, sabiendo, además, que un poco más arriba se encontraba la de Piranesi, cerca de la Trinità dei Monti, y también esperaba verle descender la escalinata en forma de figura filiforme y transparente, maravillosamente oscura, negra de color, luminosa e inquieta. Creo que no pasó en lo real, pero sé que los vi o me miraron, porque eso sólo ocurre en los viajes enigmáticos y a viajeros que siguen no la razón del turista, sino la maravillosa sinrazón del extravío de Ulises o de Damián Flores. No en balde también dedicó una serie de obras a los laberintos, soñados como si de un nuevo Dédalo se tratase (Galería Siboney, Santander, 2002).

Estoy convencido, después de lo dicho, de que pinta para que el Olvido no se adueñe del territorio inquieto de Mnemosyne, de la Memoria. Por eso ha realizado, en innumerables ocasiones, retratos sin tiempo de artistas y arquitectos, de poetas y escritores, que constituyen una suerte de enciclopedia mínima, pero monumental, de sus emociones y convicciones, de sus amigos del alma –incluidos los que ha conocido sólo por sus obras-, en cuya genealogía se reconoce como artista, pintor y poeta, de De Chirico a Morandi, de Gris a Braque y a tantos otros que ya he mencionado y que él ha pintado en forma de figuras o de arquitecturas, o de figuras en las arquitecturas y espacios urbanos y paisajes.

Como he insinuado desde el comienzo de esta pequeña glosa de su obra, su pintura y sus arquitecturas son propias de un viajero, pero esa es una condición ineludible de los artistas y de los arquitectos, de los poetas y de algunos otros, no de todos. Es como una forma de comportamiento, una manera de estar en el mundo. Se trata de viajar y de viajes que, a veces, toman la apariencia de un viaje real. De esos ha realizado muchos Damián Flores a lo largo de su vida y siempre ha sabido –ya lo explicó de manera magistral Gombrich- que para que el viaje se culmine es necesario no sólo el regreso, sino contarlo, pintarlo. Se trae así de sus viajes, de Roma a Venecia, del sur de Italia a Nueva York o La Habana, de Galicia a Gijón, de Madrid a Cádiz y Andalucía, del Canal de Castilla a sus moradas esporádicas, incluidas las de la imaginación, por mencionar algunos de sus itinerarios del alma y de la ocasión, los recuerdos, las memorias, apropiándose de esos lugares, incorporándolos a sus obsesiones como pintor de arquitecturas y retratos vinculados fuertemente con ellas, ya fueran de arquitectos, artistas, poetas, gente anónima, amigos y un largo elenco.

No es una casualidad, sino una consecuencia lógica de su forma de entender y estar en el mundo, el hecho de que buena parte de sus exposiciones hayan sido fruto de viajes reales, sí, pero sobre todo imaginarios, leídos, soñados, como si antes de iniciarlos ya lo hubiera realizado sin moverse. De ahí que cuando los pinta, no pinte lo real, sino su extrañamiento ante lo real, porque ya sabía que habría de reconocerlo como algo ya visto en la imaginación para después contarlo.

De otra forma, Damián Flores cuando viaja pinta y pinta cuando viaja, sea el viaje real o no, o interior, como este viaje por su Madrid racionalista, aquél que no pudo ser del todo. Si el viaje es real, lo extravía, produciendo un extrañamiento melancólico, enrareciendo las luces, las horas, las formas, pero también cuando es irreal o interior, más bien próximo. Confisca lo visto para proyectar sus pinturas, construyendo como arquitecto lo que su mirada de poeta le revela al pintor. Es decir, que sus viajes de pintor en lo real se cruzan con el pintor viajero en lo imaginario, viendo lo que los demás dejan escapar y, además, se trae lo visto a sus lecturas, a sus silencios, a sus soledades, a sus recuerdos. Es como aquellos viajeros del Grand Tour, en el siglo XVIII, que, haciendo un viaje real, al llegar a Roma y al Lazio, solían adquirir un cristal de ámbar para contemplar con un tono dorado el paisaje de la campiña romana, como en las pinturas de Claudio de Lorena. Por eso, a ese cristal se le llamaba “el cristal de Claude”: iban a reconocer lo ya visto en la pintura, un paisaje ideal por pintado, y buscaban el color dorado, de tarde antigua, que el artefacto de ámbar les proporcionaba.

Ese mismo tono dorado, de atardecer crepuscular, ya lo he advertido, es sin duda un sello personal, una manera de decir, de sentir, de pensar, de hacer, de viajar, de proyectar un universo que parece real, memorioso a la manera de Borges, al que retrató, en 2002, en una laberíntica biblioteca, con muchos libros confundidos en espacios inverosímiles, posiblemente los más adecuados para aquel único libro de arena cuyas páginas aparecían a borbotones según se abría. Pero sólo parece real, ya que lo real para él es el sueño pintado, la presencia del artista en lo real, modificándolo, haciéndolo suyo, trayéndolo a sus sueños y obsesiones. Todo es verosímil y, sin embargo, todo es pintura en la que los objetos, las cosas, las arquitecturas, los personajes están sometidos a vínculos rotos, solos y aislados en un cuadro, aunque se junten sin molestarse o incluso estén acostumbrados a estar juntos, sí, pero solos. No es que pinte la desazón de la realidad, su angustia, su imposibilidad, es que sus colores son los propios de la soledad, como sus luces.

Colores y luces que se convierten, en manos de Damián Flores, en instrumentos poéticos, dorados como el atardecer de una tarde antigua, sin tiempo, propia de la memoria no vivida, sino anhelada, nostálgica, entrevista en las grietas de los sueños, como ocurre con esta segunda entrega de arquitecturas racionalistas madrileñas. La primera fue en 2005, en esta misma Galería Estampa, con texto de Antonio Bonet Correa.

Viendo estas obras, debemos reconocer que no es tumultuosa, no, su memoria, sino silenciosa, queda, enigmática, como si pintara naturalezas muertas con apariencia de retratos o de arquitecturas. Y se trata, creo, de una observación fundamental para comprender su pintura, la clave última de algunos de sus enigmas, soledades y silencios pintados. Naturalezas muertas, sí, con apariencia de retratos individuales, de amigos o sencillamente colectivos, o con apariencia de edificios, de fragmentos de arquitectura o de paisajes urbanos, trozos de ciudad sin horizonte o escenas infinitas con piezas solas, como proyectos reales o imaginados y abandonados en lugares en los que todo es horizonte abierto, sin perspectiva definida, como si hubieran sido olvidados intencionadamente en el vacío, en un lugar sin tiempo en el que el transcurrir de las horas se detuvo y ya nadie recuerda cuándo. De ahí que esos edificios solos parezcan figuras o retratos y, al contrario, los retratos pudieran entenderse como arquitecturas extraviadas, inmóviles.

Es como si Damián Flores proyectase como un arquitecto, pero no sólo arquitecturas y figuras, sino naturalezas muertas, pintando la soledad que pasea y hace extraños o soñados, enrarecidos, los objetos y figuras que los componen: las arquitecturas y las figuras. Como si pintase recuerdos y memorias propios de viajes de artista y de arquitecto, de pintor de arquitecturas y de arquitecto de retratos y naturalezas muertas.

Pudiera parecer que existe históricamente una distancia de género, incluso de disposición o habilidad, entre la pintura de retratos y la pintura de arquitecturas y ciudades, pero, sin embargo, entre ambos géneros existen y han existido vínculos estéticos, poéticos, literarios e históricos realmente sorprendentes y significativos. Tanto, que no es aventurado afirmar que las arquitecturas y las casas son como retratos o autorretratos de sus dueños o habitantes y al revés. La obra de Damián Flores es ejemplar al respecto, como ya hemos comprobado a lo largo de su trayectoria y que culmina ahora con su Madrid racionalista interpretado y pintado a base de fragmentos y gestos, con algún arquitecto en su estudio, proyectando los detalles que de la historia se trae a su pintura. Arquitectos tan silenciosos y solos como los fragmentos de arquitecturas racionalistas madrileñas aquí pintados.

Si en su anterior entrega de esta serie, los edificios eran retratos casi completos de la arquitectura, en ausencia de ciudad, de escenario urbano, ahora los detalles (ventanas, escaleras, cornisas, chaflanes presentidos, bares y ligares de ocio, umbrales de teatros y cines, cosas menudas en definitiva) carecen casi de arquitectura, como si nos propusiese restituir el edificio completo a partir de un fragmento o de una fotografía antigua de lo que ya no existe casi ni en la memoria. Es decir, como dando un paso más, con estas últimas obras, nuestro artista-arquitecto-poeta de soledades y silencios parece pretender que al mirar sus pinturas aprendamos a ver y a reconocer su Madrid interior como un sueño roto, detenido como un recuerdo, quieto y solo. Y, al tiempo, pareciera que buscara poner en evidencia su forma de hacer, que nos sintamos uno con su pintura y con sus arquitecturas, aquéllas de luz sin horas, doradas, que cotidianamente podemos mirar, aunque no ver, cuando el viaje y el viajar parecen reducidos exclusivamente a un paseo.

Se trata, la suya, de una soledad pintada en espacios quietos en extremo, vacíos y como en espera de algo que ya no ha de suceder y, si algo ocurriera, sería como un sueño o una inquietante pesadilla, tan rotunda como una casa deseada o como una arquitectura plena de memorias que no es necesario describir ni pintar porque, en su ausencia, se hacen presentes como un enigma enrarecido. Y lo fascinante es que también son así sus retratos, individuales o colectivos, anónimos o profundamente vinculados a su vida y a sus pasiones de lector, de arquitecto de pinturas y de pintor de arquitecturas.

Así que ahora, como en retratos diminutos, vuelven a aparecer arquitecturas y detalles, gestos y ademanes, de Zuazo o Torroja a Gutiérrez Soto, de Feduchi o Bergamín a Blanco Soler, López Delgado y tantos otros maestros de una ciudad interrumpida en 1936. Es como un nuevo viaje al pasado y al presente a la vez, a lo que ya no existe y a lo que permanece sin atención alguna, o casi. Es más, es como si sus arquitecturas pintadas viajasen de cuadro en cuadro, de los antiguos a los nuevos, mientras el arquitecto sueña dos veces en esta exposición, en dos pinturas distintas, como acostumbra a hacer Damián Flores desde hace años, soñando y viviendo de dos en dos, doblemente, entre espacios y laberintos que sólo la mano del artista sabe revelar, entre lo real y lo irreal, entre lo extraño y lo exacto, poéticas del silencio de un viajero voluntariamente extraviado que también sabe, sin embargo, que tiene que volver. Penélope le espera.

Delfín Rodríguez.


Hipódromo de la Zarzuela, 2008, óleo/lienzo, 89x146 cm.

Arquitectos: Arniches y Domínguez, 1934
Ingeniero: Torroja
Padre Huidobro, s/n


Frontón Recoletos, 2008, óleo/lienzo, 130x55 cm.

Arquitecto: Suazo, 1935
Ingeniero: Torroja
Villanueva (desaparecido)


Cine Barceló, 2008, óleo/lienzo, 130x54 cm.

Arquiecto: Luis Gutiérrez Soto, 1930
Barceló, 11


Café Negresco, 2008, óleo/lienzo, 46x65 cm.

Arquitecto: Jacinto Ortiz, 1934
Alcalá, 38 (desaparecido)


Café Zahara, 2008, óleo/lienzo, 41x50 cm.

Arquitectos: Zuazo, Arniches y Domínguez, 1930
Gran Vía (desaparecido)


Imprenta Municipal, 2008, óleo/lienzo, 38x54 cm.

Arquitecto: Ferrero Llusiá, 1933
Concepción Jerónima, 15


Bar Tánger, 2008, óleo/lienzo, 41x33 cm.

Arquitecto: Alberto López Asiain, 1935
Gran Vía (desaparecido)


Cine Tetuán, 2008, óleo/lienzo, 41x61 cm.

Arquitectos: Riancho y Torriente, 1931
Bravo Murillo (desparecido)


Discos Rekord, 2008, óleo/lienzo, 41x33 cm.

Arquitecto: Luis M. Feduchi, 1931
(desparecido)


Tienda Pizarrita, 2008, óleo/lienzo, 41x50 cm.

Arquitecto: López Delgado, 1933
(Sociedad Portland Valderribas)
Sin datos conocidos (desparecida)


Interior Pizarrita, 2008, óleo/lienzo, 41x50 cm.

Arquitecto: López Delgado, 1933
(Sociedad Portland Valderribas)
Sin datos conocidos (desparecida)


Interior Teatro Fígaro, 2008, óleo/lienzo, 55x41 cm.

Arquitecto: López Delgado, 1930
Doctor Cortezo, 5


Cine Europa, 2008, óleo/lienzo, 41x65 cm.

Arquitecto: Luis Gutiérrez Soto, 1928
Bravo Murillo, 160


Casa Araluce, 2008, óleo/lienzo, 54x38 cm.

Arquitecto: Fernando Arzadun, 1935
Goya, 110


Vivienda en Parque Residencia, 2008, óleo/lienzo, 54x73 cm.

Arquitectos: Miguel Durán, Loma y Salgado
Parque Residencia


Casa Vitrubio, 2008, óleo/tabla, 50 cm. (diámetro).

Arquitectos: R. Bergamín y Blanco Soler, 1931
Vitrubio, 11 Parque Residencia


Casa Grijalba, 2008, óleo/lienzo, 38x50 cm.

Arquitectos: R. Bergamín y Blanco Soler
Colonia Parque Residencia


Balcón, 2008, óleo/lienzo, 50x33 cm.

Arquitectos: R. Bergamín y Blanco Soler, 1931
Colonia Parque Residencia


Viviendas Vallehermoso, 2008, óleo/tabla, 50 cm. (diámetro)

Arquitecto: Ángel Laciana, 1934
Vallehermoso, 58


Escalera, 2008, óleo/tabla, 50x38 cm.

Arquitecto: Eduardo Figueroa
Sin datos conocidos


Edificio Calabuig, 2008, óleo/lienzo, 55x41 cm.

Arquitecto: Luis López López, 1927
Gran Vía, 58


Casa Bergamín, 2008, óleo/lienzo, 61x38 cm.

Colonia Parque Residencia


Casa Mercadal, 2008, óleo/lienzo, 61x38 cm.

Colonia Parque Residencia


El cine Proyecciones, 2008, óleo/lienzo, 130x200 cm.


El sueño del arquitecto II, 2008, óleo/tabla, 75 cm. (diámetro)


El sueño del arquitecto I, 2008, óleo/tabla, 75 cm. (diámetro)